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Rock al Parque 2022: conclusiones y preguntas para el futuro

Apuntes sobre una nueva edición de la fiesta al aire libre más grande de Bogotá, el carnaval del pogo: Rock al Parque.

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Epica en Rock Al Parque 2022
// Alejandra Mar

En 2019, cuando recién salíamos del Simón Bolívar todavía con las botas llenas de barro, no hablábamos de otra cosa que de la cantidad de gente que fue a Rock al Parque. Solo al último día del festival llegaron 150.000 personas y a duras penas se podía caminar entre el tumulto.

Ese año, según los números oficiales, en cada una de las tres jornadas sobrepasaron los 85.000 cuerpos dispuestos al baile, al frío, al pogo, al estruje y a la música.

Muchos de ellos fueron atraídos, desde luego, por la presencia de Juanes o por el show especial de la Orquesta Filarmónica de Bogotá homenajeando a la vieja guardia del rock latino que pasó por la tarima del festival: Café Tacvba, Aterciopelados, Control Machete o Los amigos invisibles. No lo sabíamos, pero esa inusual y multitudinaria fiesta era el anuncio de un quiebre en la forma, el modelo y el tiempo del festival.

Tres años después, con pandemia, insoportables campañas sobre ser mejores personas, dólar a 5.000 e inflación mediante, el regreso del festival se anunció, sobre la hora, para diciembre de 2022 y con cambios que nos dicen mucho de la movida de los festivales públicos en la ciudad.

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Un nuevo Rock al Parque

Este año programaron cuatro días de festival durante dos fines de semana consecutivos. En el cartel no figuraron muchos de esos nombres estruendosos que se juntaron en el cierre de 2019. Al final, a pesar de que mucha gente se quejó porque no encontró muchos nombres conocidos, con un tránsito más fragmentado de público, la edición 2022 cerró con más de 300.000 asistentes.

Aunque vimos actos que repetían tarima, la acogida de nombres que quizá fueron un descubrimiento para muchos, como Ho99or, Catnapp, MNKYBSNSS, Afrotronix, Afrolegends o Lao Ra anunciaron, una vez más, que el sonido del festival está mutando.

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Lo mismo ocurrió con Las Añez, Lucio Feuillet, Las Kumbia Queers o Miranda en las tarimas principales.

Si bien los ritmos extremos no falta, para malestar de los rockistas, Rock al Parque cada vez es más cumbia, afrofuturismo, máquinas y pop. Quizá en el futuro lo que tenemos que replantearnos son las categorías: repensar las formas en las que definimos el "género" en la música.

Festival de las causas

El cambio por el que transita Rock al Parque tiene un propósito más grande que el de una programación complaciente con el público y que cumpla con cierto número de asistentes. Es importante que llegue a mucha gente, claro, pero no es el único objetivo. Por eso es natural que la tendencia en el último año haya sido empujar los demás eventos del circuito Festivales al Parque, como Colombia al Parque, que ya superó los 35.000 asistentes.

Y todo eso tiene un eje transversal: la representación.

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En el tradicional día del metal de este Rock al Parque, por ejemplo, le apostaron a saldar la deuda de los festivales de metal con las bandas integradas por mujeres (acá hurga más en ese caso nuestro colaborador William Martínez: Las mujeres escribieron un nuevo capítulo en el día del metal).

Muchos criticaron la ausencia de nombres "más grandes". Por lo general, echaban mano de una escala de valor en la que se privilegia cierta pureza o virtuosismo musical, como si las formas en las que opera la industria no incidieran en la formación gusto. Pero lo que pasaba alrededor de esta edición le dio la razón al cartel.

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Mientras en esta tarima pública pretendían nivelar la balanza de representatividad, el primer día de festival se destapó una olla de machismo en el micromundo del periodismo musical. Una de tantas. Varias mujeres acusaron al director de una radio pública de usar las oportunidades laborales como moneda de cambio para ligar. La historia se repite y, como siempre, terminamos hablando del abuso de poder.

¿No es eso lo mismo que ocurre en todos los campos sociales? ¿No hay un vínculo entre el abuso de poder y el rockismo?

Un nuevo orden

El cuarto y último día también tuvo una novedad clave. Epica, que bien podría ser la banda que despida el festival, tocó a las 5:00 p.m. Fue un primer acto de cierre. O por lo menos para un tipo de público. Después, a la hora final, la Maldita Vecindad fue la encargada del cierre oficial.

Si bien hay valores que deben ser reconocidos y premiados para una banda, como la consistencia o la adaptabilidad a las generaciones, pensar un festival únicamente viendo las cabezas de cartel es como llegar tarde a ver un partido de fútbol.

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La lógica del artista vendedor que cierra el festival y que reúne a la multitud más grande es comparable con la compulsión empresarial que obliga a todos a llegar a la misma hora, sin importar que obligue a todos a aguantarse un trancón. La fiebre homogeneizadora dificulta moverse.

¿No nos llevó la música ya a un punto en el que la masividad se fragmentó y nos permite pensar nuevas formas de ordenar los carteles? ¿Cómo agrupar comunidades con gustos fragmentados y disímiles?

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Hay que dejar ir

En otros tiempos, cuando la afiliación a tribus urbanas definía la identidad de los grupos de jóvenes, quizá, tenía sentido pensar dividir la programación por género musical. Pero a estas alturas la historia es otra.

Así como hay que empezar a cambiar el modo en el que clasificamos los géneros, hay que empezar a reconocer a las nuevas formas comunitarias. Y eso tiene que determinar el modo en el que se programa un cartel y se distribuye el espacio.

Van a protestar, pero hay que incomodar a los rockistas al mismo tiempo que hay que seguir invirtiendo para acabar con la gran brecha: la provocada por un mercado de festivales privados cada vez más caro.

Por cierto, lo dijimos hace tres años y lo volvemos a decir: ¿Es necesario un espacio VIP tan grande?

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