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RBD vs. Paul McCartney, Chencho Corleone vs. Def Leppard

De los mismos creadores de “¿qué dirán de nosotros los Pombo?”, llega “¡Qué vergüenza que no fuimos capaces de llenar el Atanasio para ver a Paul McCartney!”

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Paul McCartney y RBD
// Getty Images

La pena patria es un sentimiento chistoso. Se manifiesta a conveniencia para unas cosas sí y para otras no, y a veces revela unos comportamientos más bien colonialistas. No es novedad tampoco. Lo llevamos en la sangre, desde la época de la Independencia, desde los tiempos de Bolívar, convivimos con esa necesidad de agradar con los de afuera. Sin embargo, no deja de ser chistoso cada nuevo capítulo de esta triste historia. Acompáñenme a ver el más reciente.

Por Juan Pablo Castiblanco Ricaurte // @KidCasti

Aunque hay sospechas de que hay gato encerrado y de que el sistema de venta de la boletería ha sido amañado por los revendedores, RBD ya agotó cuatro fechas en Medellín. Un récord que ni Madonna, ni Rolling Stones, ni Karol G han podido lograr.

También está el caso Paul McCartney, quien en el 2012 no solo logró llenar el Estadio El Campín, sino que también logró que el Petro alcalde la Bogotá Humana ordenara la transmisión de una parte del concierto por Canal Capital; pero cuando volvió en el 2017, para presentarse en Medellín, ni siquiera recaudó las boletas necesarias para lograr el punto de equilibrio.

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El éxito del fenómeno pop mexicano, le echó sal en la herida a los fans de McCartney y en Twitter se vieron mil variaciones del mismo lamento con olor a moho, tipo “¿qué se puede pensar de una ciudad que le dijo no a Paul McCartney y le ha dicho tres veces sí a RBD?”.

De nuevo, tal vez puede que todo sea una nube de humo, que se estén inflando los números a las malas, y que unos meses antes de los conciertos veamos una feria de especulación y reventa con esas boletas, pero tampoco es raro que RBD tenga suficiente fanaticada para llenar cuatro estadios.

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Fue una telenovela juvenil, en español, con un reparto coral que multiplicaba las posibilidades de que el público tuviera su RBD de preferencia, que se transmitió en una época donde internet aún no le robaba toda la atención a la televisión, y que se volvió en un fenómeno pop kitsch.

Además, quienes no vivieron el fenómeno en vivo, sí han absorbido el eco del hype, entonces se vuelve un efecto dominó.

¿Se necesitan más razones?

Pues las hay. Lo que comenzó como otro fracaso más de la televisión por mostrar el mundo adolescente, y que vendía una imagen de rebeldía más acartonada que los argumentos de los Jóvenes Cabal, terminó ganando su espacio como una comedia teen con varios momentos memorables que han devenido en meme: no en vano Mía Colucci podría ser hoy la diosa de los blanquitos en problemas.

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Para rematar, canciones como 'Sálvame' envejecieron mejor que muchos otros hits pop, y el “sobrevivo por pura ansiedad” se ha convertido en una corriente filosófica.

Pero bueno, no vinimos a hacer una columna de elogios a RBD, pues tampoco es que se trate de un pilar de la música moderna, sino a hablar de la pena patria.

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No es tan difícil entender que, en Colombia, RBD tenga más fanaticada que Paul, por más McCartney que sea. Ignorar eso implica ignorar la realidad socioeconómica del país, el acceso a la cultura, la posibilidad de consumir contenido en inglés, la conexión entre música e identidad, entre tantas otras cosas.

Esto no es un juicio de valor ni una comparación a ver cuál es mejor, que es un debate desgastante y sin sentido. Es, más bien, una forma de entender qué ha calado mejor en nuestra sociedad, y por qué. Y, sobre todo, una invitación a soltar prejuicios que nos han impedido valorar lo local y nos han forzado a abrazar lo exterior como superior. Paul McCartney fue el cerebro de una de las bandas de rock más importantes de la historia, compositor de canciones preciosas, y pieza central de la cultura anglo de los años 60 y 70 porque le habló a su sociedad, literal y simbólicamente, en su idioma.

Pero sin negar su legado, nada de eso obliga a que a todo el mundo le tenga que gustar su música y deba pagar una boleta cada vez que anuncia un concierto.

Paradójicamente, los bienes culturales son el campo de batalla una de las luchas más violentas y excluyentes: la pelea por la legitimidad del gusto propio o, mejor dicho, la idea del “buen gusto” (y sus descendientes “la buena música”, “el buen cine”, “la buena mesa”).

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Es una réplica de lo que diariamente vemos pasar en nuestra sociedad: la estratificación y el desprecio de las clases altas a las bajas. ¿Quién determina qué es “buen gusto”? ¿La gente que quiere asimilarse y mimetizarse con lo que pasa en las capitales anglosajonas y europeas? ¿La gente que se apena por lo que hace el “colombiano promedio”?

Fuck el estilo, dijo Rosalía. Nos acostumbramos a la vergüenza por lo que somos, cuando lo que tenemos no debe envidiarle a lo que nos quieren imponer.

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A menos que haya un sentimiento de placer masoquista, nadie consume “mal gusto” por convicción. Cada quien mordisquea lo que mejor le sabe, y eso no es algo que aparece de la noche a la mañana. Echarle la culpa al consumo cultural por el estado de nuestra sociedad, el famoso “por eso es que estamos como estamos”, es una burda e injusta reducción que deja por fuera problemas estructurales, tensiones económicas, corrupción estatal, etc.

Que no les pase lo del afamado periodista radial Alejandro Marín, quien trinó que “vivimos en un mundo en el que el cantante de Def Leppard está hospitalizado y Chencho Corleone camina libre e impunemente hacia la Movistar Arena. Merecemos nuestra suerte como especie. Que caiga el asteroide”.

Si merecemos algún castigo no será por lo que oímos; será por la violencia con la que hemos tratado los gustos de los demás y por ignorar que el clasismo también abarca la lucha por el capital cultural.

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